21/1/10

La sala de-formación.

La sala tiene un aura extraña, se percibe en un instante, justo con la primera impresión que es, sin duda alguna, negativa. De mobiliario mortecino todo en ella parece dispuesto para provocar un cierto derrotismo en el visitante, al igual que en el infierno de Dante una inscripción en su entrada que advirtiese al visitante de no albergar en él esperanza alguna una vez traspasado el umbral no desentonaría en absoluto.

La sala, se sospecha, es un pequeño nicho donde el espacio y el tiempo aún no se han jurado inseparable amor eterno y como mucho mantienen una fría indiferencia, este desamor provoca por supuesto graves consecuencias para quien se adentre en la sala, diríase que el tiempo en la sala arrojó por la borda su naturalidad y se instaló en el sinsentido más absoluto, deja de fluir, cual es su naturaleza, y se coagula por las esquinas, más que pasar borbotea, los minutos no se suceden, supuran de forma lenta y caótica mientras que los segundos no llegan y se van, llegan, remolonean, realizan torpes piruetas que enfurecen al visitante y se adormecen entre los ojos y las cosas.
Cada cual decide matar el tiempo como puede, los hay quienes deciden hacerlo de manera rápida y silenciosa, con un picahielos a traición, fin del tiempo. Los hay quienes pergeñan un plan elaborado con meticulosidad de, valga la analogía, relojero, los menos confían en que esa herida mal curada por la que el tiempo supura acabe desangrándolo y yazca, a última hora del día, moribundo e infeccioso.

En el espacio, desde Aristóteles lo sabemos, se acomodan las cosas, listas y bien preparadas para recibir la mirada de la gente y expresar su materia de la mejor forma que pueden, la esencia no, claro, la esencia solo se la enseñan a quien en vez de mirarlas de refilón se queda con ellas y las observa y las piensa. Ha sido así desde siempre mas no en la sala, el espacio, malhumorado como está, soltero como está del tiempo alberga de mala gana las cosas, que no se depositan ya, se sedimentan formando macizos indistinguibles de objetos, romos, pesados de mirar, oscuros de pensar.

Como en cualquier casa con desavenencias, la enemistad entre espacio y tiempo provocan una atmósfera irrespirable en la sala, el aire teme enfadar a cualquiera o cometer alguna impertinencia y decide quedarse quieto donde está, por más que se le obligue a moverse cada cierto tiempo su situación de incomodidad le hace tender a la sempiterna quietud ruborizada. Pero como todas las buenas torturas, esta duró lo suficiente para parecer eterna y lo suficientemente poco para desear su pronto fin que no llegaba.

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